Andrés Rubio es licenciado en periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Desde muy joven estuvo vinculado al periódico El País, donde fue reportero cultural, jefe de la sección de Cultura y, durante casi 20 años, del suplemento El Viajero. Publicó artículos sobre arquitectura española contemporánea en las revistas Bauwelt y Architecture. Es autor del documental "La delirante historia de La Pagoda", sobre la figura del arquitecto Miguel Fisac, y fue cofundador de la galería de arte Mad is Mad, en Madrid. Es autor de "España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia", un ensayo publicado por Debate que ha alcanzado ya la quinta edición y que ha sido seleccionado como finalista de los Premios FAD Pensamiento y Crítica 2023 que se fallarán en octubre. Hemos aprovechado su presencia en UNED Tudela para entrevistarle brevemente:
Señor Rubio, usted defiende la filosofía de la baukultur (cultura del habitar) como una de las soluciones para revertir el proceso de sobreconstrucción que sufrimos en Europa y especialmente en España. ¿Nos puede explicar brevemente en qué consiste?
Se resume en la idea de la Nueva Bauhaus, que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, lanzó en enero de 2021. Esta propuesta, cuyo reto es lograr el equilibrio medioambiental para Europa combinado con la belleza de los espacios públicos, tiene un precedente, la Declaración de Davos. En 2018, los ministros de cultura europeos publicaron un manifiesto con el título Hacia una Baukultur de alta calidad para Europa. Baukultur se traduce del alemán como cultura del habitar. La baukultur está íntimamente ligada a otro concepto, el de injusticia espacial, acuñado por Edward Soja. Para este geógrafo estadounidense, cualquier persona tiene derecho a vivir en un entorno de calidad con independencia de su riqueza. Los ministros de cultura denunciaron en Davos, cito textualmente, la pérdida de calidad tanto en el entorno construido como en los paisajes abiertos de toda Europa; la banalización de la construcción; la falta de valores de diseño; la falta de preocupación por la sostenibilidad; el aumento de la dispersión urbana y del uso irresponsable del suelo, y, por último, el deterioro del tejido histórico y la pérdida de las tradiciones e identidades regionales. Todos estos problemas se detectan en España de forma dramática, y resulta obvio decir que es necesario actuar sobre ellos con la mayor urgencia, ambición y talento posible.
¿Por qué afirma que el plan estratégico francés es un modelo a seguir?
Por la tradición cultural que existe en Francia y la asimilación de la identidad francesa a la prevalencia de los paisajes. El filósofo francés Henri Lefebvre habla ya a finales de los sesenta de “la ciencia del fenómeno urbano”, cuya enormidad y complejidad requiere de “la estrategia global del Estado” como agente combinatorio y equilibrador. Con grandes luces, y también con algunas sombras (por ejemplo la irreflexiva apuesta americanizada por las grandes áreas comerciales de carretera, las urbanizaciones periféricas y las megaestructuras viarias asociadas a ellas), Francia pudo enfrentarse al big-bang de la construcción que estalló en todo el mundo en los años sesenta. En el caso de España con consecuencias catastróficas, principalmente por el lastre que supuso el franquismo, que importó el desregulado modelo estadounidense, y por el hecho de que la Constitución de 1978 otorgó las competencias de planeamiento a las comunidades autónomas, las cuales, aliadas con los ayuntamientos, urdieron un modelo esencialmente deshonesto. Sin embargo, Francia, pese a que también sufrió las consecuencias de las leyes descentralizadoras de los años ochenta, las llamadas leyes Defferre, que debilitaron la función de tutela pública del Estado en el planeamiento del territorio, cuenta con envidiables instituciones como el Cuerpo de Arquitectos y Urbanistas del Estado. Y con una Ley de Arquitectura desde 1977 (en España se aprobó el año pasado, y un poco antes, en 2017, en Cataluña). En Francia, una ley de protección y valorización de los paisajes data de 1993, y la ley de protección del patrimonio, de 1913, es uno de los textos jurídicos fundamentales de la república. Además, es el Ministerio de Cultura el que promueve y difunde la arquitectura, cosa que no ocurre en España, donde esa labor es prácticamente inexistente, con la excepción de lugares como Barcelona, donde el cuidado por la arquitectura forma parte de la esencia de la ciudad. Por otro lado, frente a los presidentes franceses, todos ellos conscientes de la importancia estructural de la arquitectura, los paisajes y los desarrollos metropolitanos, en España no ha habido ningún presidente en la democracia que manifestara especial interés por esa ciencia del fenómeno urbano que Lefebvre consideró la clave de la contemporaneidad, una tesis que las estadísticas han respaldado, puesto que más de la mitad de la población mundial vive en ciudades, y en 2050 se prevé que sea el 70%.
Cuando habla de banalización, ¿se refiere a que ya nos hemos acostumbrado a vivir en entornos y paisajes construidos en exceso?, ¿hemos asumido que debemos sacrificar la belleza en pro de un desarrollo urbano relacionado directamente con el progreso económico?
Con la palabra banalización me refiero no solo a la cantidad sino, sobre todo, a la calidad, es decir, al urbanismo y la arquitectura basura. El crítico y arquitecto Luis Fernández-Galiano dijo una frase terrible y exacta sobre España: “el urbanismo basura es la expresión geográfica de la democracia”. En mi libro defino la arquitectura basura como “esa especie de desparrame de unas tipologías edificatorias poco o nada pensadas y repetidas, da igual la forma topográfica a la que se adaptan”. ¿Cómo se combate esto? Con un plan estratégico estatal que articule un intercambio continuo técnico-científico entre las comunidades autónomas, siguiendo el modelo de transparencia de los länder de Alemania, un país cuya configuración política y administrativa se asemeja a España. Antes me referí a Francia, y me gustaría insistir dando un par de ejemplos sobre el presidente Valéry Giscard d’Estaing. En 1975 creó el Conservatorio del Litoral, una institución independiente que con fondos del Estado se dedica a comprar parcelas colindantes con el dominio marítimo terrestre para protegerlas y regenerarlas ecológicamente. Un año después, en 1976, Giscard D’Estaing le envía una carta a su primer ministro, Jacques Chirac, donde le insta a detener "el afeamiento de Francia". Hay que precisar que son dos políticos conservadores, no dos ecologistas radicales. Giscard le dice que “la regulación no es suficiente”, que es necesario reforzar el papel de los artistas del espacio público: los urbanistas, los arquitectos y los paisajistas. Un mensaje que, casi 50 años después, sigue vigente, y más en España, donde los artistas del espacio público han sido y siguen siendo marginados hasta extremos perturbadores, por cuanto esa marginación deja al descubierto con toda crudeza la tríada letal que, aunque cueste decirlo, ha marcado el ritmo desbocado y horrísono de la democracia: especulación caótica, corrupción política e incultura.
Sabemos que las prácticas edificatorias de nuestro país están ligadas al poder político. Vivimos una etapa previa a elecciones generales, ¿qué reflexiones deberíamos plantearnos, como sociedad, para exigir este cambio a nuestros futuros gobernantes?
Al hilo de la imprescindible herencia intelectual de la activista Jane Jacobs, que fue la primera pensadora de la ciudad que con absoluta nitidez detectó y denunció el carácter delincuencial del bloque inmobiliario, me atrevo a proponer un par de cosas. Primero, la creación de un superministerio que, por fin, sea denominado Ministerio de la Ordenación del Territorio, que es lo que pidió, ya en 1978, el que era entonces ministro de Obras Públicas y Urbanismo, el conservador Joaquín Garrigues Walker. Y añadió que “las obras públicas no pueden responder a acciones e impulsos coyunturales, sino que deben ser consecuencia de un nuevo modelo de sociedad”. Son palabras absolutamente vigentes, que llaman la atención, además, sobre la necesidad de que sean los arquitectos y arquitectas quienes lideren el proceso, dado el carácter humanístico de su profesión, con sus equipos multidisciplinares. Y una segunda propuesta: la creación de misiones arquitectónicas, en la estela de las misiones pedagógicas alfabetizadoras que se pusieron en marcha en la II República con el espíritu regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza, para que los presidentes de las comunidades autónomas y los alcaldes tomen conciencia sobre las cualidades exigibles a cualquier intervención en el espacio público siguiendo los principios del Derecho Romano de decoro urbano (decor urbis) y bien común (utilitas publica).
¿Cómo ve el futuro próximo?, ¿considera que hay esperanza?
Lo que se ha hecho es en gran medida irreparable, pero siempre se puede detener e incluso revertir el proceso de degradación del territorio. El hecho de que Cataluña esté creando un Conservatorio del Litoral semejante al francés es una buena noticia (la lástima es que esta iniciativa no parta del Estado en diálogo con las comunidades costeras). Y sobre todo el hecho de que en España haya habido figuras independientes como Oriol Bohigas, Xerardo Estévez o Joaquim Nadal (los tres socialdemócratas), y también los nacionalistas José Ángel Cuerda y Miguel Anxo Fernández Lores, o el político de la UCD Antonio Morillo, planificadores y alcaldes de diferente signo que han sido modélicos en el ejercicio de sus funciones y que han demostrado que en España se pueden hacer bien las cosas. Lo único que falta es que esos talentos estén coordinados y que su legado sea reivindicado y se expanda. A este respecto ojalá la Unión Europea, con el proyecto de la Nueva Bauhaus, ejerza una política integradora, de concienciación y difusión técnico científica, de promoción de la arquitectura, el urbanismo y el paisajismo de calidad, y también sancionadora ante las malas prácticas.